Sevilla en el siglo XVII

Ostentando el monopolio del comercio con las Indias y contando con Audiencia, diversos tribunales de justicia, entre ellos el de la Inquisición, arzobispado, Casa de Contratación, Casa de Moneda, consulados y aduanas, Sevilla era a comienzos del siglo XVII el «paradigma de ciudad».

Aunque los 130 000 habitantes con los que contaba a finales del siglo XVI habían disminuido algo a consecuencia de la peste de 1599 y la expulsión de los moriscos, cuando nació Murillo seguía siendo una ciudad cosmopolita, la más poblada de las españolas y una de las mayores del continente europeo.

A partir de 1627 comenzaron a advertirse algunos síntomas de crisis a causa de la disminución del comercio con Indias, que lentamente se desplazaba hacia Cádiz, el estallido de la Guerra de los Treinta Años y la separación de Portugal. Pero el mayor problema llegó con la peste de 1649, de efectos devastadores, en la que el pintor Murilllo podría haber perdido algún hijo.

La población se redujo de mitad, contabilizándose unos 60 000 muertos, y ya no se recuperó: amplias zonas urbanas, sobre todo en las parroquias populares de la zona norte, quedaron semidesiertas y con sus casas convertidas en solares. Aunque la crisis afectó de manera desigual a los diversos segmentos de la población, el nivel de vida general disminuyó.

Las clases populares, las más afectadas por ella, protagonizaron en 1652 un motín de corto alcance causado por el hambre, pero en líneas generales la caridad funcionó como paliativo de la injusticia y la miseria, que afectaba por igual a los pordioseros que se agolpaban a las puertas del palacio episcopal para recibir la hogaza de pan que repartía diariamente el arzobispo, como a los cientos de pobres «vergonzantes» contabilizados en cada parroquia o en instituciones específicamente dedicadas a su atención. Entre estas destacó la Hermandad de la Caridad, revitalizada después de 1663 por Miguel Mañara, quien en 1650 y 1651 había actuado como padrino de bautismo de dos de los hijos de Murillo.

El pintor, que era hombre devoto como demuestra su ingreso en la Cofradía del Rosario en 1644, la recepción del hábito de la Venerable Orden Tercera de San Francisco en 1662 y su presencia frecuente en los repartos de pan organizados por las parroquias a las que sucesivamente estuvo adscrito, ingresó también en esta institución en 1665. Menos afectada por la crisis, la Iglesia también notó sus consecuencias: después de 1649 apenas se establecerán nuevos conventos: tan sólo dos o tres hasta el siglo XIX, frente a los nueve conventos de varones y uno de mujeres que se habían fundado desde el año del nacimiento de Murillo hasta esa fecha.

Sus cerca de setenta conventos eran, sin duda, más que suficientes para una urbe que había visto disminuir tan drásticamente su población; pero la ausencia de nuevas fundaciones conventuales no puso fin a la demanda de obras de arte, pues templos y cenobios no dejaron de enriquecerse artísticamente por sus propios medios o por donaciones de particulares acomodados, como el propio Mañara. El comercio con Indias, aunque no generase un tejido industrial, siguió aportando trabajo a tejedores, libreros y artistas.

Los compradores de plata, que se encargaban de afinar los lingotes y los llevaban a labrar a la Casa de la Moneda, eran profesionales exclusivos de Sevilla; tampoco les faltó el trabajo a los oficiales de la Casa de la Moneda, al menos por temporadas, cuando arribaba la flota a puerto. Y nunca faltaron los comerciantes llegados del extranjero, que hacían de Sevilla una ciudad cosmopolita.

Se estima que en 1665 la cifra de extranjeros residentes en Sevilla rondaba los siete mil, aunque lógicamente no todos ellos dedicados al comercio. Algunos se habían integrado plenamente en la ciudad tras hacer fortuna: Justino de Neve, protector de la iglesia de Santa María la Blanca y del Hospital de Venerables, para los que encargó a Murillo algunas de sus obras maestras, procedía de una de aquellas familias de antiguos comerciantes flamencos establecidos en la ciudad ya en el siglo XVI.

Otros se incorporaron en fechas más avanzadas: el holandés Josua van Belle y el flamenco Nicolás de Omazur, a los que retrató Murillo, llegaron a la ciudad después de 1660. Hombres cultos a la vez que adinerados, hubieron de viajar a Sevilla con retratos y cuadros de aquella procedencia, lo que explicaría la influencia, entre otros, de Bartholomeus van der Helst en los retratos del sevillano.

Ellos fueron también los encargados de extender la fama de Murillo más allá de la península, singularmente Nicolás de Omazur cuya amistad con el pintor le llevó a encargar, a su muerte, un grabado del Autorretrato ahora conservado en la National Gallery de Londres, acompañado de un texto laudatorio en latín posiblemente redactado por él mismo, que además de comerciante era conocido como poeta.

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